«la voz del cualsea»

La voz del cualsea –y su nuda vida. José Luis Brea. 2009

En primer lugar, Peñafiel fabrica un personaje interpuesto –y entrañable- que es el que toma la palabra. No lo hace en nombre del propio artista, no es su alias o su socias o, ni siquiera, la encarnación fantasmizada de su cuerpo glorioso, de un otroyo “suficientemente sostenible”. Sino que lo hace –tomar la palabra- en nombre de un cualsea, tal vez de todos nosotros en tanto que tales. Allí, en sus dibujos y episodios, se narra entonces la vida sometida, dura, problemática, expropiada, secuestrada diría, de algo o alguien que es pasto de sus propios sentimientos –pero para vivirlos en la forma en que algo otro se apropia o activa la economía de sus lógicas.

Este relato, de cualquier forma, elude caer en tropologías del engolamiento, si de algo se autopriva con meticuloso rigor este trabajo es de cualquier prosopopeya. Aquí no hay melodramas ni tragicomedias, sino un exquisitamente ponderado script de microrrelatos que da cuenta –con aproximadamente un 50% de desdramatizado amor y el otro 50% de humor bien dramático- de las tensiones a las que la emocionalidad es sometida por su regulación en los escenarios de su socialización institucionalizada. Determinados episodios podrían hacernos pensar en una vida de héroe (o cuando menos un cuasihéroe: la de su egolactante, ese personaje candorosamente consagrado a tener una vida auténtica de los sentimientos en medio de su gestión pública) mientras que los otros parecerían estar contándonos una de malignidad y opresión (su crítica al familiarismo o las corporaciones). Pero todo esto nos distraería de percibir lo fundamental –seguramente- en la narrativa de Peñafiel: que para los excesos de vida del cualsea, esa lógica de secuestro y deseo, de expropiación y vida de los afectos, se da como contigüidad, como una y la misma. Dicho de otra forma: que no habría restos de esa vida “del placer recibido, del amor que sucede entre los públicos”, salvo por el hecho de que efectivamente ella es objeto de secuestro, de tragedia e ignorancia.

Se diría que frente a lo que ello tiene de destino (aparentemente) inescapable, lo que el trabajo de Javier Peñafiel diseña podría efectivamente ser presentado (con sus propias palabras) como una agencia de intervención en la sentimentalidad. Cuyo objeto no sería amplificar ni reducir, extender ni recortar, sino pura y simplemente “hacer sostenible”. Quizás, eso sí, con el añadido de una cierta y homeopática corrección, que viniera hacer de la biografía de nuestro personaje así autodescrito –de, entonces, su autobiografía- lo que él mismo plantea como una especie de dermoestética. Algo capaz de llevarle hasta sus últimos días con, por lo menos, una sonrisa en los labios y, ciertamente, una insultante apariencia juvenil, como si su vida estuviera tocada por la magia de una medicina asquerosamente eficaz.

Me parece que ella tendría que ver con la autocura (la idea del autosecuestro para obtener un rescate que dedicar a una causa justa es más brillante que simplemente cómica) consistente en combatir el narcisismo fundante –el selfismo, dice Javier- con muy altas dosis de reconocimiento del carácter instituyente que únicamente posee lo público, la ciudad, lo social, ese lugar en el que no sólo cualquiera es (cuando menos como ausencia) sino en el que incluso podríamos decir que sólo él, el cualsea -la vida nuda del carente de los atributos, del hombre sin cualidades- es, quizás no siendo. Por lo menos, como lo son esos amables microseres que como multiplicidades indistinguibles pululan en este tierno pero inmisericorde mundo que los trabajos de Peñafiel perfilan.