naturalismo animado

Chus Martínez, 2004

Naturalismo Animado

El trabajo de Javier Peñafiel puede definirse como un ejercicio personal, una batalla interna entre la razón crítica y la autoridad poética. El denominador común de su trabajo es el esfuerzo permanente por descubrir, y descubrirnos, que los mitos modernos no son sino una proyección de los afectos humanos, de sus ansias y de sus miserias. Y, para afrontar tan valerosa hazaña, Peñafiel da vida a uno de sus personajes más logrados: el Egolactante. Se trata de una curiosa reinvención del doble romántico, lo otro de sí, el artista desacralizado al que el autor, Peñafiel, lanza al mundo para que lo «machaquen» a él. A el de hecho parece darle todo un poco igual, las únicas veces que no lo muestra suele ser en unos dibujitos mínimos, aunque a veces se crece y aparece ocupando toda una pancarta, pero su mano está poco menos que detrás de toda la obra, sea un diario o un vídeo.

El personaje en cuestión es de pocas palabras y parece un primo hermano de Baudelaire al que le ha pasado por encima el mismo carro de la lavandería que torpemente acabó con la vida del insigne Roland Barthes. Personaje universal, el Egolactante hay que entenderlo como el puente entre esas dos fuerzas de las que hablaba al principio, la razón y lo otro de la razón, la imaginación entendida casi en un sentido dieciochesco. El individuo dividido se entiende tradicionalmente como aquel capaz de reinventar la relación del hombre consigo mismo, de hallar una nueva norma de comunicación para esta forma de concebir individuo y entorno. De ahí que los periplos del Egolactante, a través de todo el trabajo, son algo así como un curioso peregrinar lleno de sinsentidos, de absurdos y sobre todo de frustraciones que dejan entrever un mundo de sensaciones y de melodramas que conforman cada uno de sus pasos. Por eso no es de extrañar la forma y el título de algunas de sus piezas más logradas, como el vídeo Maltrato, realizado con ocasión de su paso por la Sala Montcada de la Fundación «la Caixa». Un escenario de flores ocupa la escena, quietud, armonía, belleza, todas virtudes clásicas asociadas a este bodegón en movimiento que tiene sin embargo un oscuro detractor, alguien que, detrás de la cámara, dispara a sus víctimas inocentes y, como un francotirador apunta y dispara una por una.

El trabajo de Peñafiel es como el story board de sus preocupaciones, sólo que en lugar de seguir un orden lineal, las escenas se nos aparecen en una aparente falta de orden. Los medios y la presentación de cada idea puede tener la más diversa forma, lo que contribuye poco a recrear un orden de lectura, sin embargo, existen tres estrategias recurrentes a la hora de abordar las cuestiones recurrentes en su obra. La primera podría definirse como travestismo. El artista se acerca a las preguntas clásicas por la identidad a través de ese personaje de ficción, quién soy, y quién cual es realmente la distancia entre autor y personaje, para tratar de burlarse de alguna manera de la misma pregunta, de la obsesión contemporánea por la misma, del peso específico que formalmente esta interpelación tiene en la obra, el mito del paralelismo entre obra y biografía. Sin embargo, a medio camino, cuando nos parece estar ante un sutil juego irónico con las viejas narrativas, Peñafiel recupera la seriedad y nos presenta una versión renovada de esa relación con la intención de suscitar el potencial latente de insumisión, de protesta del personaje creado frente su creador: ¡abajo Prometeo! ¡Al carajo con Hércules!
El arma de la crítica a los viejos paradigmas, por último, se reviste en los trabajos de este artista de una curiosa forma de politeísmo: el personaje, la obra, sólo es posible si se sumerge en las más curiosas formas de la fantasía y del lenguaje y cada trabajo constituye, de hecho, la base en la que de improviso aparece una nueva alquimia.

Lenguaje, proto-lenguaje poético, improvisación, tecnología, ciencia y una misteriosa forma de mirar lo que está sucediendo a su alrededor constituyen las claves de esta nueva mitología personal que se halla representada en el conjunto de las obras de Javier Peñafiel. Sus trabajos tienen un aire casi roussiniano: por una parte plantean de muy diversas maneras nuestra constate limitación por las constricciones sociales, por la idea de belleza como promesa de liberación, por la idea de fracaso como una forma de hundirse un poco más en las mismas… Sin embargo, su obra no parece confiar mucho en nuestra capacidad de salir al paso por nosotros mismos. El anti-héroe pide a gritos un héroe, un sujeto más allá de las convenciones que, desde fuera, fuese capaz de modificarlas y, así, liberar al resto de los cautivos. El problema es que uno tiene la sensación de que nuestro egolactante está extrañamente contento con su situación.

El trabajo de Javier Peñafiel define un territorio marcado por lo propio, considerando que esto es el lugar de lo auténtico, por ser vivido de forma personal e intransferible, pero también como una esfera un tanto surrealista alimentada, en su caso por pinceladas de realidad burguesa y sus paranoias con la «normalidad», la niñez, la sexualidad y la locura, es decir: el catastrofismo del sujeto individual con tintes de personaje fugado de un texto de Dovstoiesky.
Pero, el carácter escurridizo del trabajo a la hora de intentar catalogarlo está también determinado por su relación con la historia cambiante del formato bajo el cual el artista «muestra» su obra a un «público». Los diferentes paradigmas que confluyen en la personal manera de dar forma a las cuestiones de fondo de la obra escenifican de algún modo las crecientes dificultades que nos plantea una «presentación» del mismo, o el intento de documentación de una práctica cuyo método consiste precisamente en la alteración constante de los parámetros de actuación. No hay anticipación posible, y por lo tanto una relectura en clave de interpretación filológica de lo que se lleva realizado hasta ahora no es un método comprehensivo para acercarse al imaginario del trabajo.

Cada paso en el trabajo de Javier Peñafiel es una pieza de un sistema más amplio en el que casi automáticamente queda inmerso. Una estética minimalista de mentalidad post-romántica que no cesa en su mórbido interés por pensar la condición moderna como aquella capaz siempre no sólo de intentar solventar sus carencias y dar respuesta a sus necesidades, sino también por su poder de crear constantemente otras nuevas. El artista entreteje un proyecto que explora el conflicto moderno entre estética y antropología como algo no resuelto pero que, precisamente por eso, resulta un constante a la que poder renovar nuestra capacidad de reírnos de nosotros mismos.

Chus Martínez